Platicaba con las Mafaldas hace unas semanas y les decía que cuando pienso en la muerte, lo único que me queda claro es que no hay forma de sacarle: va a llegar y es un hecho que no puedo cambiar, así que intento mostrar buena cara o al menos no una de pavor. Según dije ese día, había llegado a la conclusión de que no tengo miedo de morir. No es cierto, no sé en qué momento se me ocurrió decir tal mentira. O tal vez debí aclarar que no tengo miedo de morir siempre que sea de muerte natural y no en un accidente o en medio de un tiroteo.
La semana pasada leí varias notas sobre el narcotráfico y sus prácticas. Escuché sobre secuestros, casas de seguridad, amigos que cierran sus negocios, asaltos, armas, drogas, muerte, amenazas, extorsiones, etc. Luego encontré el nombre de un amigo y la fotografía del café que maneja en uno de los lugares más apacibles de la ciudad. Recibió una amenaza: tenía que vender la droga que le dejaban y pagar en unos días al mensajero. Mi papá me cuenta que asaltaron todas las sucursales del negocio en el que trabaja; el dueño acaba de traspasarlo por una mínima cantidad, ya no quiere saber nada. Me cuentan de una amiga que le habló a su esposo del celular mientras lloraba para contarle que frente a ella acababan de matar a alguien y que tenían la calle cerrada. El colmo fue el señor que caminaba frente a la casa el sábado por la noche y se acercó para compartir algo de su locura. Entre frases inconexas contó sobre cómo mató a su hijo con una cuerno de chivo, habló de sicarios que llegaban a una bodega, repitió algunos diálogos que parecían de una mala película de gángsters, órdenes de matar a la gente, habló de encerrarlos, de dinero, de muerte y dijo que el baño del fondo olía a sangre porque ahí los habian matado a todos. Después de un rato continuó su camino. Nunca vamos a saber qué tanto había de cierto en todo lo que dijo.
Tal vez, esa fue la causa por la que ayer no pude terminar de comer. Entré en ese restaurante de mariscos con el estómago vacío y con ganas de probar un poco de todo. Hasta que me senté y vi que en la mesa de al lado un grupo de policías departía amablemente junto con algunos comensales con cara de pocos amigos. Intenté concentrarme en el cóctel, en los callos que tenía frente a mí, en su delicioso sabor, en la salsa, en el clamato, los callos, sí, eran enormes y estaban frescos y deliciosos. En vano, no pude terminar. Pedí la cuenta y salí a la calle. Eso está mal. No puede ser que haya dejado más del a mitad de los callos. El taxista me cuenta que muchos de sus compañeros dejan el oficio después de que les meten un susto. Yo le pido que vayamos al hotel por mis cosas y me lleve al aeropuerto.
2 comentarios:
...Y no es película...¿o sí? ...yo no distingo bien cuando es noticia o cuando es película ...y nadie nos preguntó si queriamos estar en el reparto como actores secundarios para representar a víctimas colaterales. ¿Y este nuevo estilo de vida se globaliza? Mal, muy mal.
Desafortunadamente no es película, Coyote, y parece que cada día se parece más a la vida cotidiana y que la población de un país entero (o muchos países) debe pagar por las negociaciones entre un grupo de narcopolíticos y otro.
Me pregunto qué pasaría si EU legaliza el consumo de drogras y México asume que es su proveedor oficial y legaliza la siembra y comercialización con ISO9001, uso de hidriponia y certificación de que "ninguna persona sufrió violencia en el proceso".
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