Son incómodos, me quedan chicos, no podría caminar más de una cuadra con ellos y, sin embargo, son mis zapatos favoritos. Son maravillosos, literalmente se agarran a la piedra y hacen posible lo que creí nunca iba a lograr: no resbalar.
Hace unos días subí La claustrofobia con ellos y, cuando bajé, supe que algo en mí había cambiado mientras mis manos intentaban sujetarse a una grieta y mis pies se aferraban a la roca.
Gracias a Enrique y Bones por platicar mientras yo subía, me relajó escucharlos aunque no recuerdo ni una palabra de lo que hablaron; significó que sabían que podía hacerlo y no necesitaron decirme qué hacer en cada movimiento, y yo me di cuenta que puedo confiar en ellos y en el equipo.
Seguro me tomó más tiempo que a los demás pero lo importante es que toqué la unión, que no tuve miedo cuando fui consciente de la altura, que cuando busqué la ruta y pensé: voy a subir, lo hice. Subir a La Cementera es bueno; escalar ahí, más.
Jamás imaginé que escalar pudiera gustarme de esta manera, que colgar de una cuerda me provocara tanta emoción, que mi mente se relajara al contacto con la piedra mientras mi cuerpo se tensa y busca dentro y fuera de mí un camino, o que unos pies de gato, como comúnmente se les llama a los zapatos de escalar, se convirtieran en mis zapatos favoritos.
Jamás imaginé que escalar pudiera gustarme de esta manera, que colgar de una cuerda me provocara tanta emoción, que mi mente se relajara al contacto con la piedra mientras mi cuerpo se tensa y busca dentro y fuera de mí un camino, o que unos pies de gato, como comúnmente se les llama a los zapatos de escalar, se convirtieran en mis zapatos favoritos.
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