Lo que más me gusta de esta ciudad es este barrio, me meto en él como quien espía otra vida y siempre encuentra algo que le asombra. Hace años, cuando recién llegué a vivir aquí, alguien me dijo: por nada del mundo se te ocurra meterte ahí, no me conocía. Es su gente que sonríe, son los colores, los viejos que se sientan por la mañana con una taza a tomar el sol, las doñas haciendo tortillas junto al tambo convertido en fogón, son las niñas con uniforme que bajan la calle dejando que el viento levante su falda, son las mujeres que se acercan a la hora del recreo para ver a sus hijos jugar, es el señor que vivía en aquella casa construída de piedra laja en la orilla del cerro y a quien nunca logré ver, pues su cara siempre estaba detrás del períodico que leía, son las flores frente a las casas, es el señor que sube el carro de paletas por la empinada calle, es el espacio abierto que se esconde detrás del cerro, es el señor que baja el tanque de gas en hombros, es el color del pasto seco tras los campos de juego, es el gordo que pide cooperación para las festividades, son los locos de la esquina, los niños que encuentran un espacio para jugar a la pelota aunque tengan que esperar a que pasen los carros, es el espacio ceremonial violentado por una calle pavimentada que atraviesa y vigila, son las ramadas y la vida que resignifican, son los fariseos y sus mandas, con sus máscaras, sus tenábaris de aluminio y su danza. Cuando llega la cuaresma, este barrio tiene otra vida, son otros los sonidos que se escuchan y otras las formas de vivirla.
La fotografía es de Roberto O., quise darle el crédito y busqué en su perfil de flickr que sólo dice que es hombre y está ocupado, yo puedo agregar que sus imágenes son estupendas.
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