Es domingo. Los domingos tienen un comportamiento extraño. No son iguales a ningún otro día de la semana, ni siquiera se parecen un poco a los sábados. En domingo el tiempo trascurre un poco más lento que de costumbre, llega a un punto culminante del día que suele variar de un domingo a otro, y a partir de ahí, las horas se apresuran como si tuvieran urgencia por llegar al lunes y a la seguridad de la rutina y los horarios.
Hay tanto que debo hacer este día, sin embargo, tengo ganas de no hacer nada, más bien, de hacer sólo lo que me venga en gana. Y hasta este momento, casi lo he logrado. Comencé la madrugada todavía agüitada por la madriza que se llevó Margarito, pienso en su cerebro casi desprendido y en la sonrisita estúpida que lucía después de cada golpe en la cabeza. Trato de entender por qué, por qué. ¿15 millones de dólares sería una razón? Fue la respuesta en una charla rica con amigos expertos en deportes por televisión y en sus propiedades terapéuticas, los escucho y pienso, cuánto los quiero. Desperté tarde. Abrí Kafka en la orilla, y viajo junto a él en un tren. Hablé más de una hora con mi hermana, desayuné y tomé café, a distancia, con ella. Busco en Internet información sobre un lugar al que deseo ir. Analizo la palabra procrastination y su aplicación en mi persona. Cuando sentí hambre de nuevo, pensé en algo que se me antojara: hummus. Busco la receta, mezclo los ingredientes, el mejor hummus que he probado en años, de verdad quedó bueno. Pienso. Pensar no está en mi lista de domingo (a veces es inevitable). Leo a Murakami (again), Kafka en la orilla, de nuevo me adentro en su atmósfera nostálgica, silenciosa y oscura, de imágenes claras y ciertas, pienso en cuánto me gustaría poder decir: escucha esto, y leer uno, dos, diez fragmentos en voz alta, permanecer en silencio unos instantes y decir: pinche Murakami, cómo puede ver tanto. Y escuchar: sí, es un cabrón.
Encuentro este diálogo entre Kafka Tamura y Ôshima:
–Según la historia de Aristófanes que sale en El banquete de Platón, en el mundo mítico de la Antigüedad había tres clases de seres humanos –dice Ôshima-. ¿Lo sabías?
–No –respondo.
–El mundo antiguo no estaba compuesto por hombres y mujeres sino por hombres-hombres, hombres-mujeres y mujeres-mujeres. Es decir, que un ser humano comprendía dos personas de ahora. Y así vivían todos satisfechos y felices. Sin embargo, los dioses los partieron a todos con un cuchillo por la mitad. De un corte limpio. Como resultado, el mundo se dividió en hombres y mujeres, y desde entonces los seres humanos van corriendo desesperados de un lado para otro buscando la mitad que les hace falta.
–¿Y por qué hicieron los dioses eso?
–¿Partir los seres humanos en dos? Pues vete a saber. Los actos de los dioses nunca son fáciles de comprender. Los dioses son irascibles y tienden a ser, ¿cómo te diría?, excesivamente idealistas. Puestos a suponer, tal vez se tratase de algún castigo. Como la expulsión de Adán y Eva del paraíso que sale en la Biblia.
–El pecado original –digo.
–Exacto. El pecado original –dice Ôshima. Y hace oscilar el largo lápiz entre los dedos índice y corazón como si fuera una balanza–. En definitiva, lo que quería decirte es lo siguiente: para un ser humano es muy duro vivir solo.
Vuelvo a la sala de lectura y sigo con la historia de Abu-al-Hassan, truhán. Sin embargo, no logro concentrarme en la lectura. ¿Hombres-hombres, hombres mujeres, y mujeres-mujeres?
.
Yo pienso, mientras termino el hummus y veo el tiempo trascurrir un poco más de prisa.