Hace unos días, en una rica charla sobre la barda de un parque, confesé que siempre había sido buena hija, siempre hice lo que se esperaba que una buena hija hiciera, bueno, casi todo y casi todo el tiempo.
Hacer lo que tienes que hacer te lleva a sentirte tranquila con los demás, no siempre contigo. Lo cual puede servir para llevar la fiesta en paz o mantener el equilibrio familiar o social, pero no sé si sirve de mucho cuando se trata de revisar la balanza, ya que no son los demás quienes viven dentro de nuestro cuerpo y tampoco son ellos quienes escuchan la voz interior que a veces se alza y reclama. Así, que una acumula una deuda consigo misma a lo largo de los años: momentos pospuestos, palabras no dichas, besos no dados, lugares no visitados, cosas no probadas, el etcétera puede ser largo o no, lo que importa es que el ser responsable y hacer lo que se espera de una es bueno, para los demás, no para una misma.
Después de terminada la charla pensé en lo que hago, lo que quiero hacer y lo que tengo que hacer (aunque la charla se vio interrumpida por cosas que tenía que hacer), y decidí. No hice lo que se esperaba de mí, no entregué lo que debía entregar, no hice las llamadas que debía hacer, no aguanté el trato que no quería aguantar, tomé el carro y nos fuimos a conocer un lugar en donde siempre había querido estar. Lo mejor fue el compartir la experiencia y vivirlo con ellas (A y P), los chistes, las risas, los asombros, los silencios, los deseos y el tiempo juntas.
Seguro entregaré lo que tengo que entregar (cuando lo termine) y haré algunas de las llamadas que tengo que hacer, no sé si haré todo lo que se espera de mí, lo que sí sé es que no aguantaré el trato que no me gusta y que nada, nada, borrará estos recuerdos y esas sonrisas.