Ahora que existen dos días de distancia y que veo todo como en una película, quiero creer que mi escudo protector, el que siempre presumo y en el que confío cuando voy de viaje, sí funciona. Pienso en todo lo que pudo haber pasado y no sucedió y el balance con lo que sí sucedió es positivo. Gracias a quien me hizo correr en vez de quedarme paralizada al verlos venir. Gracias a quien quiera que haya hecho que ese hombre se asustara al ver mi cara de terror. Gracias a su mamá, si fue ella quien le dijo que a las mujeres no se les hace daño. Gracias a quien sintiera prisa por abandonar el lugar en vez de insistir y buscar algo de más valor como botín.
Tengo esa imagen guardada como si fuera un sueño o una escena de alguna película mala. Ellos corriendo, acercándose, tratando de no ser vistos. Ellos, brincando la malla que divide la carretera, cargando unas armas tan grandes que les impiden hacerlo con prisa. Ellos, la cara cubierta con algún trapo que alguna vez fue blanco. Ellos gritando: no corran, y mis pies que comienzan a hacerlo. Ellos gritando, apuntando, una mirada se asoma desde el agujero que cubre el rostro y se detiene un segundo. Mis sentidos no atienden más que a sus gritos, sólo espero no escuchar una detonación. Tengo miedo. Recuerdo que uno de ellos me gritaba y aunque quería mis cosas, no tomó nada. Buscó algo de valor en el asiento trasero, sólo encontró libros. Sacó el bolso donde llevo el costalito de salvia que me regaló Ramona y, luego de revolverlo, lo regresó a su lugar. Le di un celular, le ofrecí cigarros y se fue, corrió hacia la oscuridad junto a los otros dos que habían golpeado y despojado a mi jefe de todo lo que llevaba encima.
Dejaron el silencio y el miedo. No fue fácil hablar. Sólo preguntar, ¿estás bien? Huir de ahí. Tuvo que pasar un día, viviendo como si nada hubiera pasado, para que asomara la primera lágrima. Era la rabia por sentir miedo a la noche, al camino, al espacio abierto. Lo que más amo en un viaje.