18.6.12


Anoche recordaba a mi papá y llegaron imágenes de momentos que viví con él, vi años de nuestra vida pasar como una película y entendí que lo mejor que me dio mi padre fue mi infancia. Tuve una linda infancia a su lado, se encargó de darle risas, fantasía y aventuras para que yo aprendiera a soñar con una realidad distinta a la mía. Una donde yo era otra, con súperpoderes.

Mi papá nos contó cuentos, jugaba con nosotras al lobo y las escondidas, nos llevaba al mar en vacaciones y de día de campo en tiempo de escuela. Nos llevaba a caminar entre los árboles y a juntar bellotas en otoño, en verano íbamos a nadar en los ríos y, lo que más aprecio, confiaba que íbamos a saber qué hacer si teníamos algún problema.

Tengo una imagen de mi infancia: voy sobre la espalda de mi padre adentrándonos en el mar, las olas nos mueven y yo me sostengo con fuerza abrazada a él. Creía firmemente que mientras estuviera a su lado nada me iba a pasar. No era cierto, pero en ese momento no lo sabía y eso es lo importante, yo creía en él y en mí a su lado.

Varias veces estuve a punto de ahogarme y no se dio cuenta. La primera vez, al menos la que recuerdo, fue casi junto a él. Mis pies dejaron de tocar el fondo y la desesperación se apoderó de mí, me hundía entre manotazos y patadas y sentía que el agua me tragaba. Recuerdo que pensé si eso era morir y algo pesado como la tristeza me invadió. Yo no quería morir, estaba de vacaciones y acababa de conocer el mar, había hecho amigos y tenía un cangrejo ermitaño escondido en una caja de galletas dentro de la habitación. Dejé de moverme y noté que mi cuerpo flotaba y el agua misma me regresó a la superficie. Subí buscando esa bocanada de aire y salí asustada, mucho, pero no grité ni hice aspavientos. Me quedé un rato jugando en la orilla, nadie se dio cuenta que esa niña estaba viva de puro milagro y hacía esfuerzos por no llorar. Cuando por fin llegué hasta donde él leía y me preguntó cómo había estado el agua, le respondí que bien y me fui corriendo para que no descubriera que mentía. Intuitivamente lo supe, entendí que él no me podía salvar pero no importaba. Lo que importaba era su confianza, saber que él me llevó a esos lugares porque quería que sintiera el lodo o la arena en mis pies, el agua y la sensación de flotar, el aroma del pasto y la brisa y no temía por mí o mis hermanas. La vida desde entonces fue eso, vivir sin miedo. Con su despreocupación me enseñó a confiar en mis instintos y a saberme hábil en la naturaleza. Eso fue su mejor regalo.

Gracias, papá.

Archivo del Blog